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martes, 2 de noviembre de 2010

Viajes con Heródoto

El libro son dos libros. Porque en él está voz de Kapuscinski y está también la voz de Heródoto. K. cede la palabra a H., que le acompaña en sus viajes como corresponsal en India, China, Oriente Medio y buena parte de África. Estamos leyendo las peripecias de K. en, por ejemplo, el Congo; y en la terraza del hotel nos cuenta cómo abre el libro del historiador griego para que, ya en cursiva, sigamos leyendo ahora, durante un buen rato, la expedición de Ciro o las batallas del rey Darío. Como quiero seguir la historia de K. me molestan las interrupciones constantes de H., especialmente cuando la transcripción no ocupa líneas o párrafos sino páginas enteras. Pero es la voluntad de K.: quiere que leamos a H., el libro se llama precisamente Viajes con Heródoto; y lo que quiere es reconstruir su larga memoria viajera al hilo de la primera crónica histórica de nuestra cultura. Ébano, la obra por la que se conoce más a Kapucinski, es seguramente un libro más divertido que Viajes con Heródoto; pero tiene algo de suma deslavazada de artículos, mientras que Viajes, gracias a la presencia de H., tiene el aspecto de un círculo cerrado. De un círculo profundo: en la somnolencia del mediodía de verano, uno se pregunta por los detalles del código que permite a Kapuscinski ir pasando de su propio relato al relato de H., del relato de H. a su propio relato. El libro comienza en un aula de la universidad de Varsovia en la que el autor escucha por vez primera el nombre del viejo griego; termina en Halicarnaso -la ciudad aparecía al fondo de un golfo celeste, lleno de yates amarrados, ociosos a estas alturas del otoño-.

Moisés Velasco Zapata

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