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Buscando una mentira.

La verdad anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua.
Miguel de Cervantes Saavedra 



En la última reunión que celebramos hablamos de la mentira y el engaño, y se nos ocurrió un juego que ahora os presento.

Se trata de que cada uno de los que estuvisteis en la reunión escribáis un texto que  esconda una mentira o disfrace una verdad de mentira. Teniendo en cuenta que solo uno de nosotros está obligado a contar la mentira, justamente al que le tocó el papelito con la "M", los demás están obligados a contar verdades aunque aparezcan camufladas en forma de mentira.

Naturalmente todos  los miembros de la tertulia participamos en la caza de la mentira y además cualquier lector de nuestro blog que quiera puede mandarnos el nombre del autor del texto en el que aparece la mentira a traves de nuestro correo electrónico


Luego publicaremos aquí el  nombre de dicho autor.La próxima vez que nos reunamos averiguaremos quien es el que mintió, para lo cual cada uno expondrá la justificación de su elección del "texto con mentira".

Se pueden acompañar los textos con imágenes, jeroglíficos y lo que se os ocurra siendo la extensión, tema y forma literaria de expresión totalmente libres.


Tenéis de plazo para poner aquí vuestro texto hasta el día 15 de marzo.

¡Adelante con la caza de la mentira!

A partir de aquí escribís vuestro texto con vuestro nombre debajo para identificarlo .




Suerte

Tomamos la decisión después de dedicar al tema algunas noches de discusión tras la cena; éramos cinco, mis dos padres y mis tres hermanos, y no fue fácil hacerlo. Pero el caso es que llegamos al compromiso y cumplimos con él. De eso hace veinte años: mi hermano pequeño tenía por entonces catorce, mi padre cuarentaiocho, y yo veintiuno. Se acercaban las elecciones y con ella la nube gris de la propaganda política: la idea consistía en apagar la televisión durante las tres semanas de lluvias; no volveríamos a encender la televisión hasta que se acabaran las elecciones. Para asegurarnos de que cumpliríamos la norma tomamos la precaución de quitar el cable de la antena y guardarlo en el altillo del ropero más remoto de la casa. Y empezaron a pasar los días: en el periódico seguíamos la programación de los cuatro o cinco canales que entonces llegaban a casa; los compañeros de clase empezaron a comentar asuntos sobre los que poco o nada sabíamos. Hubo días en los que fui visitado por la tentación de buscar en el ropero el cable blanco; pero fueron los menos, porque después de cenar celebrábamos juntos nuestra pequeña victoria y eso nos animaba a seguir resistiendo. Llegaron las elecciones; y no recuerdo, si voté, a quien lo hice o si me abstuve. Mis hermanos y yo nos sentíamos muy satisfechos, pensábamos que habíamos hecho una heroicidad; mi padre siempre ha contado la historia como si lo fuera. Ayer por la tarde leí de alguien en la biblioteca que su suerte fue crecer en una familia en la que consultaban el diccionario después de cenar; algo parecido pasaba en mi casa. O no.

Moisés Velasco   


LOS TIRANTES PARLANCHINES 
Tengo unos tirantes de color azul y negro.
Me los compré cuando tenía veinte años y, desde  entonces, los he conservado.
Los descubrí cierto día en un escaparate y no sé por qué mágica impresión  deseé tenerlos.
Después de varias semanas de su descubrimiento, conseguí  comprarlos. Pasaron a formar parte de mis complementos.
Vivieron conmigo un trozo de historia y estuvieron pegados a mi cuerpo casi siempre que me ponía vaqueros.
Empezaron a hacerse célebres y, muchas de mis amigas, desearon  adquirir unos, por eso de las sanas envidias femeninas.
Ellos han recorrido muchas aventuras cerca de mi corazón, han sido testigos de lecturas, de tardes de paseo, de soledades pespunteadas, de noches y amaneceres  junto al tren de la vida.
Después de tantos días, mi cuerpo empezó a tomar otras dimensiones por la llegada de mis hijos, y los arrinconé indebidamente en un cajón.
Allí han permanecido diez años, hasta que un buen día volvieron a ver la luz, después de pedir a gritos que los rescatase de la oscuridad.
Como cada época tiene su momento costurero, ahora no sé si podría volver a ponérmelos, pero al menos  nos vemos todos los días, porque ocupan lugar preferente en las perchas del vestidor. Y saludo va y saludo viene, confidencias aparte, mantenemos una amigable relación. Se conforman con este nuevo espacio, espiando  movimientos en la intimidad.
Sé que puede parecer una tontería, pero hay objetos que te persiguen durante toda la vida como una sombra difícil de disipar. Creo que no tendré más remedio que llevármelos al otro lado de la Estigia.
Mientras me estoy pensando su incorporación al trasiego diario, pregunto: ¿Tengo unos tirantes parlanchines  o la mentirosa parlanchina soy yo?

Pilar Rodríguez

Yo fui sospechoso de haber dado muerte a un soldado
Os cuento que yo hice el servicio militar (que bien que ya no es obligatorio). Después de “jurar bandera” en el campamento militar de Vitoria (remplazo de enero, con un frio que congelaba los pensamientos), mi primer destino fue el regimiento de Artillería de Campaña nº 23 de Burgos, en donde ejercí durante unos meses de cabo. Un día, para mi desgracia, se presentó un teniente de la Policía Militar en nuestro cuartel con el objetivo de reclutar cabos voluntarios para la policía. Nadie dió el paso al frente y fue su dedo el que me señaló a  mí y a otros tres cabos, y nos llevaron forzosamente a la Compañía de Policía Militar de Burgos, en donde pase los peores meses de mi vida, en medio de la grandísima estupidez que significa darme una pistola y un uniforme para poner orden en un mundo que desconocía y que además no me interesaba para nada
Contar mis peripecias en este destino llevaría mucho tiempo, pero os cuento una sola, que a buen seguro es la más importante y la que más os va a interesar.
Una noche de enero, estando yo de servicio, toda la noche vestido, y con mi escuadra de policías y un conductor a mi disposición, me llamaron del Hospital Militar de Burgos. Era el cabo primero de guardia que me requería para que le hiciese un favor: ir a buscarle a un soldado que estaba en el calabozo del hospital y se le había escapado. Era un perturbado mental bastante peligroso.
Me apiadé de la comprometida situación del cabo, al que le esperaba una buena bronca al día siguiente, de no aparecer el soldado fugado, y me fui a buscarlo. Supuse que estaba en la cantina de la estación del ferrocarril bebiendo, como casi todos los soldados noctámbulos que se instalaban allí para ahogar penas. Y allí fui y me lo encontré. Sin mucho esfuerzo, ayudado por los cuatro policías que me acompañaban lo metimos en el “Willy” (coche militar) y lo llevamos al hospital. Al entrar había un viejo portón con un escalón alto en el que tropezó el soldado y a punto estuvo de darse de bruces con las piedras del suelo. Lo levantamos y lo pasamos, entregándolo al cabo primero que me agradeció el haberlo rescatado.
Mi sorpresa vino cuando al día siguiente el teniente de la mi compañía de policía me despertó en la cama.
-          Cabo ¿qué pasó anoche con el soldado que recogisteis en la estación?- pregunto muy serio el teniente.
-          Nada, no paso nada, le recogimos y le llevamos al hospital de donde se había escapado. ¿Por qué me pregunta eso mi teniente?
-          Esta mañana ha amanecido muerto y tiene un moratón en el brazo. ¿Acaso le pegasteis?- me quede petrificado 
-    ¿Pegado dice usted? Para nada mi teniente, una persona embriagada es muy fácil de reducir y meter dentro en un coche. Eramos tres soldados el conductor y yo. No se le puso una mano encima.
-          Pues amaneció muerto. Pero bueno ya nos enteraremos de que murió cuando le hagan la autopsia. Si dices la verdad no te pasará nada – terminó diciendo el teniente.
Os podéis imaginar el disgusto que pasé. Yo era el responsable de aquella operación policial. Me preguntó todo el mundo con cierto morbo que había pasado. De pronto me había convertido en un policía militar despiadado y maltratador que había dado, junto con otros cuatro soldados policías, una paliza a un pobre soldado borracho causándole la muerte.
La autopsia me liberó de todo remordimiento que, aunque infundado, pues no se la había puesto la mano encima al soldado, resultaba ser una pesada losa en mi conciencia. El soldado había muerto como consecuencia de una reacción de los barbitúricos que le habían puesto para calmarle, en el hospital cuando le llevamos. El moratón del brazo era el que se había producido como consecuencia del tropiezo en la puerta del hospital. Se había golpeado ligeramente. EStabamos fuera de sospecha a partir de ese momento.
Juré, esta vez sin bandera de España por medio, que jamás atendería a un compañero que me llamase para hacerle un favor como aquel que me pidió el cabo primero de guardia del Hospital Militar de Burgos y si me mandaban mis superiores iría a buscar al soldado justo en donde no lo pudiese encontrar y si por mala suerte daba con él saldría huyendo, en lugar de detenerlo.
 Jose Manuel Ruiz



Diciembre de 1942. Norte de Rusia. El invierno hace días que se presentó con toda su crudeza. La nieve cubre el paisaje y el hielo convierte la superficie del lago Ladoga en un espejo de grosor creciente.
            Los habitantes de Leningrado sufren un cerco de más de un año conviviendo con el frío, el hambre y la muerte. En las proximidades de la ciudad, soldados alemanes y voluntarios españoles  soportan  como pueden las bajas temperaturas y los contraataques del Ejército Rojo.
            En las proximidades del lago hay un bosque de coníferas que, hasta ahora, la guerra había respetado. Las bombas han provocado un incendio que devora pinos y abetos.  Una  manada de caballos salvajes, empujados por el incendio y las bombas, surge del bosque y se dirigen en una carrera alocada hacia la orilla del lago. El hielo cede bajo el tropel  de cascos y los atrapa. Como si de un ajedrez fantástico se tratase, de la superficie helada emergen las cabezas de los animales como estatuas de hielo. Mientras llega el deshielo que las libere serán utilizadas  como improvisados asientos por soldados que comparten el rancho, que también esperan el final de aquella absurda guerra.
  Angel Bermejo