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viernes, 11 de septiembre de 2009

Una autovía en mi jardín

Alguien puso una autovía en mi jardín. ¿Quién fue?

Ayer volví a mis recuerdos de la infancia, busqué mis piedras en la geografía de mi niñez y no estaban allí. Alguien ha puesto una autovía en mi jardín y se ha llevado mis piedras. Alguien me ha robado los astilleros y los muelles desde los que construí y bote al mar mis barcos cargados de sueños: Mi jardín.

Yo tenía un jardín muy grande. Nunca me asomé a los lejanos muros que lo delimitaban. Mi jardín era tan grande que en él se sembraba trigo en primavera, se trillaba en el verano, corrían torrentes cuando llovía en otoño y en invierno se cubría de nieve y a veces la niebla lo convertía en un remoto lugar poblado de seres mágicos, castillos, bosques encantados…

Mi jardín, alguien lo ha convertido en una autovía por la que ayer vi pasar coches. El hormigón y el asfalto han invadido la tierra y mi jardín ha desaparecido. Han cortado los árboles y los han sustituido por farolas. Las grandes piedras las han hundido en la tierra con gigantescos rodillos y diabólicas máquinas excavadoras, y han aparecido otros muchos enseres igualmente diabólicos como papeleras a lo largo de las calles, señales de tráfico, carteles que indican lugares que yo no sabía que existían y que ahora son el destino de los que viajan, lugares de los que nunca nadie me habló mientras yo viví en mi jardín, lugares a los que se dirigen personas de las que apenas veo sus rostros y que viajan a bordo de sus veloces coches.

En mi jardín había tres pequeñas huertas cuidadas por sus hortelanos. Artesanos del agua y las semillas, ingenieros hidráulicos que conducían el agua a sus plantas mediante regueras y represas. ¡Huertas de mi niñez, que el viento del progreso ha barrido! Huertas de mi niñez, en donde el agua bendecía la vida. Los hombres iban y venían por sendas que libraban las pequeñas construcciones que presidian las eras. Cada era tenía su “cuartillejo” y su pozo, su pajero y su empedrado de guijarros. Era una geografía integrada y cómplice con el paisaje, una geografía que dejaba indemne el horizonte para poder perder en él la mirada y soñar. ¡Una geografía sin puertas, ni direcciones prohibidas!

Ayer transitaban carros por los caminos de mi jardín. Los carros eran otra cosa que los coches. Los carros tenían vida, tenían sus mulas, su carrero, su traqueteo, y su embeleso de piedras. Los carros pasaban y se mecían en el océano de mi jardín. Carros cargados de uvas o de mies, carros con olor a quintería. Carros mágicos que bajaban y subían en el cielo de la tarde por las leves cuestas. Carros de estío, perezosos, carros de invierno, fríos y oscuros.

Pasaban por los caminos de mi jardín rebaños de ovejas, envueltos en una nube de polvo y en la alegría de la vuelta al pueblo. Rebaños con orden castrense impuesto por sus pastores y sus perros melancólicos.

Ayer, la oscuridad tiñó de sombras un rincón de mis recuerdos que en otra época estaba lleno de la luz y de la vida de mi jardín.

Cada día desaparecen muchos jardines como el mío en nuestro planeta y son sustituidos por autovías. Cada día en el mercado, los mercaderes de recuerdos y emociones compran y venden con su inservible dinero los sueños y los recuerdos de muchos niños a los que les dejan sin jardín para poner elevados muros de desolación que luego embellecen con carteles que marcan itinerarios y esperanzas rotas.

29 agosto 2009

José Manuel Ruiz

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